Iba a
lomos de asno por una ladera de los montes de las provincias del norte, cerca de Iruya. Abajo fluía el río por la esplanada de la quebrada,
murmurando por entre las piedras. A lo alto volaban inmóviles dos rapaces,
posiblemente cóndores. Al fondo de la quebrada, sobre uno de los pliegues de la
falda de la montañana divisé un árbol, cosa rara en este paraje árido. Al
llegar al arbolito, vimos que se trataba de una higuera que crecía en la grieta
de una roca. Mi guía, un hombre bajo y arrugado me dijo con suavidad (con el
acento del norte) que pronto llegaríamos a Higuera.
En
efecto, al doblar por el enorme pliegue de la falda vi frente a mí, un camino
que bajaba por la ladera hasta el cruce de dos quebradas con sendos ríos. Entre
los meandros, un poco apartada, se encontraba la aldea de Higuera. Unas
mujeres bien cubiertas para protegerse del vigor del sol, limpiaban las
ropas sobre unas rocas del río mientras meloseaban cantos que no logré
distinguir. Nos saludaron tímidamente y siguieron su labor. En la
entrada del pueblo estaban todos los chicos reunidos en un pequeño campo de balompié,
la mayoría apelotonados sobre un balón blanco, desgajado, con estrellas rojas.
Al internarnos en las callejuelas polvorientas los niños dejaron el balón y
vinieron a verme, yo, siendo el extraño. Estaban vestidos con ropa que seguramente
venía donada de las grandes ciudades. Aparte el mísero balón no tenían nada,
sin embargo les puedo asegurar que jamás vi unas caras tan felices. Me pidieron
caramelos, yo les dije que no tenía. No sé si me creyeron pero en todo caso el
balón volvió a retomar el protagonismo perdido.
Luego
de haber sido acogidos calurosamente, el guía me invitó a la casa de un amigo
suyo, un artista que trabajaba en barro y luego lo cocía. Cuando entramos
el hombre estaba labrando un bloque de barro. Nos quedamos a su lado, sin
interrumpirlo. Estaba haciendo una mujer de tamaño ''real''. Estuvimos
observándolo. La figurilla estaba sobre un torno manual que graznaba al hacerlo
girar. Sus manos se movían con diligencia, estilo y gracia. Parecía tan fácil
esculpir cuando se veían trazar sus dedos los muslos de la estatuilla, que tuve
ganas de entrar en contacto con el barro húmedo. No pertenecía a sus gestos el
error. Estaba absolutamente seguro de sus movimientos. Me acordé de la creación
del ser humano. Divertido, pensé en la posibilidad de que este humilde artista
fuera el creador del hombre en aquel pueblo.
Cuando
terminó, se frotó las manos para quitarse los trozos de barro seco y me tendió
su mano vigorosa. Su mujer vino al poco rato con una pava abollada. Mateamos y
conversamos hasta que el guía me dijo que era propicio irse para llegar antes
de que anochezca.
De
regreso a Iruya por las faldas, me volví para ver por última vez aquel idilio
rojizo y su gran creador.
T.B.R
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