jueves, 22 de noviembre de 2012

Señora Topacio

Ayer pasé por delante de mi antiguo instituto en Ciudad Gris, un edificio racionalista, de ladrillo amarillo, y vi la ventana de la clase del primer piso, en donde antaño me daba clase aquella profesora de física, María Topacio, (como la piedra preciosa) una mujer bajita, bizca y cándida que se había resignado, pese a su increíble potencial, a dar clase a jóvenes que nada querían saber de la física.
Me acuerdo que un día contó toda su historia, contó por qué se comportaba de forma tan ingenua con los alumnos y por qué se había resignado a aquella vida estéril desde hacía treinta años. Al parecer, justo después de acabar sus estudios prestigiosos inició una carrera de investigación en un laboratorio que tuvo que abandonar en pocos años, ya que sus investigaciones no habían dado ningún fruto. Desde que había empezado aquella labor de investigación nada había en sus cálculos, ni la milmillonésima de una constante, ni la interferencia de alguna onda casi inexistente en sus aparatos de medida, ni siquiera las fuerzas gravitatorias más prescindibles de alguna partícula subatómica que no tomaba en cuenta durante un experimento. Con tan enormes cálculos usaba un cuadernillo para hacer una suma, que luego se veía obligada a tirar a la papelera visto que no tenía suficiente espacio en su casa para guardarlos. Durante aquellos años de investigación, María Topacio buscaba la integración perfecta de los datos reales en sus cálculos interminables. Sin embargo, cuando se dio cuenta de que aquello era imposible si no despreciaba lo mínimo (las pequeñas inexactitudes que mostraba la práctica y que no aparecían en sus cálculos teóricos), dejó su trabajo en el laboratorio y se fue a trabajar de profesora en el instituto de ladrillo amarillo. Se refugió en un mundo ajeno en el que los datos solo llevaban centésimas, un mundo que parecía invisible para una persona opuesta a cualquier simplificación, en un mundo del que no salió hasta su jubilación.
La volví a ver una vez mientras arrastraba su carrito de la compra, le dije que había sido alumno suyo y ella me respondió con los ojos idos y su sonrisa cándida que había tenido muchos alumnos.
T.B.R

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