sábado, 31 de marzo de 2012

Higuera


Iba a lomos de asno por una ladera de los montes de las provincias del norte, cerca de Iruya. Abajo fluía el río por la esplanada de la quebrada, murmurando por entre las piedras. A lo alto volaban inmóviles dos rapaces, posiblemente cóndores. Al fondo de la quebrada, sobre uno de los pliegues de la falda de la montañana divisé un árbol, cosa rara en este paraje árido. Al llegar al arbolito, vimos que se trataba de una higuera que crecía en la grieta de una roca. Mi guía, un hombre bajo y arrugado me dijo con suavidad (con el acento del norte) que pronto llegaríamos a Higuera.

En efecto, al doblar por el enorme pliegue de la falda vi frente a mí, un camino que bajaba por la ladera hasta el cruce de dos quebradas con sendos ríos. Entre los meandros, un poco apartada, se encontraba la aldea de Higuera. Unas mujeres bien cubiertas para protegerse del vigor del sol,  limpiaban las ropas sobre unas rocas del río mientras meloseaban cantos que no logré distinguir. Nos saludaron tímidamente y siguieron su labor. En la entrada del pueblo estaban todos los chicos reunidos en un pequeño campo de balompié, la mayoría apelotonados sobre un balón blanco, desgajado, con estrellas rojas. Al internarnos en las callejuelas polvorientas los niños dejaron el balón y vinieron a verme, yo, siendo el extraño. Estaban vestidos con ropa que seguramente venía donada de las grandes ciudades. Aparte el mísero balón no tenían nada, sin embargo les puedo asegurar que jamás vi unas caras tan felices. Me pidieron caramelos, yo les dije que no tenía. No sé si me creyeron pero en todo caso el balón volvió a retomar el protagonismo perdido.

Luego de haber sido acogidos calurosamente, el guía me invitó a la casa de un amigo suyo, un artista que trabajaba en barro y luego lo cocía. Cuando entramos el hombre estaba labrando un bloque de barro. Nos quedamos a su lado, sin interrumpirlo. Estaba haciendo una mujer de tamaño ''real''. Estuvimos observándolo. La figurilla estaba sobre un torno manual que graznaba al hacerlo girar. Sus manos se movían con diligencia, estilo y gracia. Parecía tan fácil esculpir cuando se veían trazar sus dedos los muslos de la estatuilla, que tuve ganas de entrar en contacto con el barro húmedo. No pertenecía a sus gestos el error. Estaba absolutamente seguro de sus movimientos. Me acordé de la creación del ser humano. Divertido, pensé en la posibilidad de que este humilde artista fuera el creador del hombre en aquel pueblo.

Cuando terminó, se frotó las manos para quitarse los trozos de barro seco y me tendió su mano vigorosa. Su mujer vino al poco rato con una pava abollada. Mateamos y conversamos hasta que el guía me dijo que era propicio irse para llegar antes de que anochezca. 

De regreso a Iruya por las faldas, me volví para ver por última vez aquel idilio rojizo y su gran creador.


T.B.R


sábado, 24 de marzo de 2012

Yo y él


Luego de una semana entre los códigos binarios de este blog, he tomado consciencia; yo, Dorrego Garrido, soy una virtualidad en boca de mi creador sin embargo aquí en internet la virtualidad es mi autor, el real soy yo.


T.B.R


viernes, 23 de marzo de 2012

La piececita roja de Lego


Curiosamente el chiste que menos me hizo reír es el que más me impactó. Me lo hubo de contar un profesor de Alemán durante la primera hora del curso. Se trataba del mejor chiste según él. El primer día cinco minutos antes del final de las clases el profesor, con el entusiasmo de los primeros días nos contó el chiste del hombre que conducía cajas de Legos.

Érase una vez un hombre que se llamaba Dorrego Garrido y que vivía en Alemania -ya lo sé, suena raro este nombre para un Alemán- Era un inmigrante que nació y se crió en La Capital y con la gran Crisis se vió obligado a emigrar a Europa. En seguida, al llegar a Alemania empezó a trabajar en una empresa de correos.

Un buen día el jefe de Dorrego le presentó el encargo de su vida; llevar una furgoneta enteramente llena de cajas de Legos. La dificultad era que tenía que abastecer una tienda del sur, en Munich con cajas de Dinamarca. Todo eso en dos días, uno para ir hasta Dinamarca y otro para bajar  a la capital Bávara. Si lo conseguía tenía un aumento relativo de su sueldo. Dorrego aceptó el encargo y salió de la oficina de su jefe. 

Unas horas más tarde estaba por la autopista, ya había recogido el cargamento de cajas de Legos y se dirigía a Munich. -El profesor de Alemán nos aclaró que en Alemania no hay límite de velocidad- Estaba a punto de llegar cuando en una curva se le fue la furgoneta y volcó. Dorrego Garrido salió ileso, pero las cajas de juguetes salieron por los aires y todas las piezas se esparcieron por los alrededores. El pobre Dorrego recogió una tras una, pero faltó una sola, la pequeña piececita roja de Lego. Después del accidente, lo despidieron.

Años más tarde, Dorrego viajaba en tren junto a una señora. Los dos venían cansados y dispuestos a cualquier cosa por tener un poco de tranquilidad. De repente el humo de la pipa de Dorrego envolvió voluptuosamente la señora que protestó y le rogó que apagara su pipa. Dorrego le respondió cortesmente pero molesto, que él apagaría la pipa cuando el perro de la señora parase de revolotear entre sus piernas. Se quedaron callados pero al poco rato la mujer volvió a protestar y él le respondió lo mismo. La situación se repitió varias veces durante el trayecto. Poco tiempo antes de llegar, la señora visiblemente molesta le dijo que si no paraba de fumar le tiraría la pipa por la ventana del tren. Dorrego habiendo recibido la orina del perro sobre uno de sus zapatos le respondió que si ella hacía eso le tiraría al perro por la ventana. Después de diez minutos aguantando cada uno por su parte el humo y las emanaciones interiores del perro, la mujer arrancó la pipa de la boca y la tiró por la ventana, lo mismo hizo el hombre con el perro. Por fin los dos se serenaron y no hubo más altercados.

Cuando llegaron a la estación los dos salieron y vieron llegar el pequeño perro que venía jadeando. ¿Y saben lo que tenía en la boca?
-No- Respondimos al unisono.
-La piececita roja de Lego'' 

Todos los alumnos quedamos mudos, el profesor se reía solo, algunos mostraron muecas para complacer el incomprendido, yo estaba absorto ante el chiste absurdo. Al salir de clase lo pensé de nuevo y sonreí.





T.B.R

sábado, 17 de marzo de 2012

La Flor

Cámara: Leica c-lux-3  B.A.


La Flor

El Beso


La Capital
El señor Dorrego Garrido caminaba por la calle, serio. Se ajustaba la corbata, allanaba su camisa inmaculada de pliegues y pasaba inútilmente su mano como peine improvisado por su cabellera recién peinada.
Paró en un kiosco de una esquina de la avenida ancha, compró un diario que, cuando lo puso bajo su brazo aumentó relativamente la seriedad, que habían adoptado sus ademanes, su caminar, su imagen apenas salió de su casa.
Volvió a parar delante del umbral de un portal donde había un chico zapatero con su material ya usado seguramente por las generaciones pasadas. Pensaba que iba a llegar a la hora por lo que decidió pararse. El chiquillo hizo su trabajo y Dorrego le pagó mientras observaba un cándido barbudo que aprovechando el bermejo del semáforo se apresuraba por entre las filas de autos para intentar vender unas libretas turquesas de notas sin darse cuenta que, a cada vez que se ponía rojo el semáforo, también había un malabarista que aparecía frente al semáforo robándole la poca atención de los automovilistas.
Cruzó la calle, le compró una libreta al barbudo que esperaba el próximo rojo y siguió caminando por entre los plátanos cuyas hojas, aun siendo grandes dejaban ver estrellas de cielo, penetrar una brisa calida que luego corría por las calles y algún que otro rayo de sol primaveral que formaba una agradable y ligera penumbra.
Sobre el asfalto fluían ordenadamente entre el caos, innumerables taxis, algún que otro peatón intrépido, y sobre todo antiguos buses que desprendían una humareda opaca que los escondía cuando se les miraba por atrás; cada bus era diferente, cada uno tenía un fileteado que lo distinguía del que lo seguía; parecía que cada bus paraba arbitrariamente, y a veces varios, en la misma parada.
Dorrego dobló y llegó a la gran avenida, caminó un poco más y se paró al llegar a un edificio banal. Delante, había una señora que limpiaba las baldosas blancas, rectangulares típicas de la ciudad. Tocó el timbre que estaba sobre una placa de metal bañada extravagantemente en oro (o más bien en algo que se asemeja). Le abrieron y subió a un piso bastante alto, desde el que se podía ver perfectamente el río que se extendía marrón lechoso hasta el horizonte. Un grupo de hombres con la misma seriedad que el señor Garrido le esperaban, sentados en una mesa cerca del ventanal por el que se movía el Río, inmóvil. Dorrego se sentó y al poco rato habló pausadamente:
-El beso, señores, es algo maravilloso.
Hace un tiempo ya, conocí a Matilde, encantadora, no les contaré las circunstancias, les aburriría bastante. 
Si bien me acuerdo, la conocí hace no más de una semana atrás. Era un viernes por la tarde estábamos sentados en un rincón tranquilo de los bosques de Palermo, hablando de gente, de nuestras vidas en general. Yo estaba bastante metido en lo que creía diálogo. Hacía un rato que no había abierto la boca Matilde, estaba monologando cuando note un ligero codazo; codazo suena bastante agresivo para lo que fue, apenas lo sentí, normalmente hubiese sido imperceptible pero obviamente viniendo de ella lo noté sin problema alguno; bueno, recibí  el ligero codazo y la miré en los ojos, verdes cuando el sol lograba atravesar las hojas de los árboles. Noté una cierta sonrisa que sus labios nunca habían formado en mi presencia. Se avanzó y me besó. Me sorprendió la suavidad de los labios. Fue como si toda su simpatía, todo su amor, llegaría a decir, toda su persona se concentrara en sus labios, en un simple beso. Bueno tan simple no fue, se podría decir que fue complejo en cierta manera, si me permiten la contradicción. En cualquier caso, como se dice en francés cursi, fue ''envoûtant''.
Aquel beso me arrancó el aliento; no porque fuese bestial, o desenfrenado por la pasión, sino porque nunca tuve la ocasión de vivirlo en mi juventud; me dejó feliz pero sin habla, como si hubiese nacido una segunda vez, no sabía qué decir, todo era nuevo para mí a partir de ese momento.
Esa noche cuando posé mi cabeza sobre la almohada no me hizo ninguna pregunta a si misma como hacía todas las noches, monótonamente, antes de dormir. Aunque les suene raro, quedé felizmente vacío.
El hombre que presidía la reunión se levantó y concluyó:
-En efecto, podremos comprobar que la inversión del capital en esta empresa será arriesgada; debo añadir, si fuera por mi persona lo enterraría de inmediato en mi jardín, aún sabiendo que con parsimonia la inflación creciente vaya carcomiendo el capital enterrado. 

T.B.R

Miércoles 15/06/2011, eclipse lunar.

''El Universo que otros llaman Tablero''


''El universo que otros llaman tablero''

Fuente


Jaque o Libertad


Después de una larga partida de ajedrez con un amigo sirio en un gran café cerca de la mezquita de Damasco, hube de tener ciertas reflexiones.


Exteriormente, este juego parece muy limitado, el ajedrez; un tablero cuadriculado de sesenta y cuatro casillas, ocho por lado, alternándose en dos colores diferentes, treinta y dos fichas, dieciséis blancas y dieciséis negras, dos jugadores. 

Curiosamente, el ajedrez, a diferencia de todos los demás juegos clásicos de cartas, de ruletas o de dados, es un juego en el que no influye en ningún momento el azar, el azar de que un cara de dado represente un sexto de la probabilidad total.

Interiormente, el ajedrez, alberga en su tablero de sesenta y cuatro casillas exactas y restringidas, un universo de infinitas combinaciones (no las voy a considerar casi infinitas porque no estamos en una clase de matemáticas). Las infinitas posibilidades no están regidas por el azar, sino por la libre acción del jugador. El jugador juega libremente, él elige si moverá un peón o una reina, si moverá defensivamente u ofensivamente.

Detenidamente, si nos fijamos, esta libertad que tiene el jugador no es tan libre, verbigracia: el jugador blanco mueve una pieza amenazando la reina negra, el jugador negro, en circunstancias normales protegerá su reina de diversas maneras. Nos percatamos de que al proteger la reina ha actuado libremente pero bajo una amenaza. De esta situación deducimos que la libertad de movimiento de un jugador está condicionada por el movimiento del jugador opuesto y así viceversa. Al actuar libremente, un jugador intenta contrarrestar el ataque del otro y a su vez intenta atacar al otro. 

Inconscientemente, al tener la libre acción, al mover una pieza, uno siempre acarrea un consecuencia positiva y otra negativa, siendo una de las dos más importante que la otra. Por ejemplo: el jugador negro ataca con el caballo a la reina y la reina blanca se ve obligada a moverse. Al moverse hará que el peón que estaba protegido quede desprotegido. En este caso la consecuencia del movimiento es más bien negativa. El ajedrez es por tanto un juego en el que hay que medir las consecuencias de sus actos para llevarle ventaja al oponente, de este modo podemos pensar que el mejor jugador de ajedrez es el que puede medir más lejanamente en el tiempo las consecuencias positivas y negativas de sus actos.

Lamentablemente, cuando las consecuencias de los movimientos de los jugadores se van acumulando (sobre todo las negativas) se puede llegar a un punto en el que la libertad de un jugador es abolida por el otro, esto se llama Jaque. Después de una encadenación de consecuencias negativas (para un jugador más que par otro) y sobre todo de una alineación de Jaques contra ese jugador, se verá ante el juicio final: el Jaque Mate. Con esto vemos que el jugador que más consciencia de sus actos tiene, es el jugador que mejor sabrá medir las consecuencias de sus movimientos (actos), pero sobre todo será el jugador con más libertad de acción. Sin embargo el jugador que apenas vislumbre la primera consecuencia de uno de sus actos tendrá una libertad completamente condicionada a los movimientos del otro jugador, una libertad casi nula, que le sirve para empeorar su situación.

El ajedrez, con su aparente tablero restringido de sesenta y cuatro casillas muestra un universo que contiene una infinidad de movimientos regidos por la simple libertad. En el inicio de la partida la libertad es total para los dos jugadores y a medida que avanza el juego, los movimiento acarrean consecuencias que limitarán o expandirán la libertad pero ante todo la libertad de cada jugador se verá condicionada a la del otro. Estas dos libertades serán de cierta manera complementarias, cuando una aumente la otra disminuirá, hasta un punto en el que el jugador que mejor prevé las consecuencias de sus actos impone su juego, su libertad al otro jugador que renuncia a ella en el Jaque Mate.



PS: Hipotéticamente, en un mundo, frente a un tablero, con un número indefinido de jugadores; hipotéticos, se disputarían en una partida un número indefinido de libertades. ¿Y si todas ellas juntas forman una Gran Libertad total, ubicua, omnipresente, que se divide entre todos los jugadores, tocándoles a los más inexpertos una pequeña porción y a los mejores una gran porción?

Cordialmente, Dorrego Garrido





T.B.R     

Realidad y Virtualidad

T.B.R      Cámara: Leica c-lux-3   Lago artificial en los Pirineos.
 
Realidad y Virtualidad

La virtualidad real, soliloquio de un nuevo Martín Fierro



En un siglo veintiuno bastante avanzado, en un café de la avenida Corrientes, Dorrego Garrido soliloquia sobre lo que se denomina realidad virtual.
 

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