sábado, 17 de marzo de 2012

El Beso


La Capital
El señor Dorrego Garrido caminaba por la calle, serio. Se ajustaba la corbata, allanaba su camisa inmaculada de pliegues y pasaba inútilmente su mano como peine improvisado por su cabellera recién peinada.
Paró en un kiosco de una esquina de la avenida ancha, compró un diario que, cuando lo puso bajo su brazo aumentó relativamente la seriedad, que habían adoptado sus ademanes, su caminar, su imagen apenas salió de su casa.
Volvió a parar delante del umbral de un portal donde había un chico zapatero con su material ya usado seguramente por las generaciones pasadas. Pensaba que iba a llegar a la hora por lo que decidió pararse. El chiquillo hizo su trabajo y Dorrego le pagó mientras observaba un cándido barbudo que aprovechando el bermejo del semáforo se apresuraba por entre las filas de autos para intentar vender unas libretas turquesas de notas sin darse cuenta que, a cada vez que se ponía rojo el semáforo, también había un malabarista que aparecía frente al semáforo robándole la poca atención de los automovilistas.
Cruzó la calle, le compró una libreta al barbudo que esperaba el próximo rojo y siguió caminando por entre los plátanos cuyas hojas, aun siendo grandes dejaban ver estrellas de cielo, penetrar una brisa calida que luego corría por las calles y algún que otro rayo de sol primaveral que formaba una agradable y ligera penumbra.
Sobre el asfalto fluían ordenadamente entre el caos, innumerables taxis, algún que otro peatón intrépido, y sobre todo antiguos buses que desprendían una humareda opaca que los escondía cuando se les miraba por atrás; cada bus era diferente, cada uno tenía un fileteado que lo distinguía del que lo seguía; parecía que cada bus paraba arbitrariamente, y a veces varios, en la misma parada.
Dorrego dobló y llegó a la gran avenida, caminó un poco más y se paró al llegar a un edificio banal. Delante, había una señora que limpiaba las baldosas blancas, rectangulares típicas de la ciudad. Tocó el timbre que estaba sobre una placa de metal bañada extravagantemente en oro (o más bien en algo que se asemeja). Le abrieron y subió a un piso bastante alto, desde el que se podía ver perfectamente el río que se extendía marrón lechoso hasta el horizonte. Un grupo de hombres con la misma seriedad que el señor Garrido le esperaban, sentados en una mesa cerca del ventanal por el que se movía el Río, inmóvil. Dorrego se sentó y al poco rato habló pausadamente:
-El beso, señores, es algo maravilloso.
Hace un tiempo ya, conocí a Matilde, encantadora, no les contaré las circunstancias, les aburriría bastante. 
Si bien me acuerdo, la conocí hace no más de una semana atrás. Era un viernes por la tarde estábamos sentados en un rincón tranquilo de los bosques de Palermo, hablando de gente, de nuestras vidas en general. Yo estaba bastante metido en lo que creía diálogo. Hacía un rato que no había abierto la boca Matilde, estaba monologando cuando note un ligero codazo; codazo suena bastante agresivo para lo que fue, apenas lo sentí, normalmente hubiese sido imperceptible pero obviamente viniendo de ella lo noté sin problema alguno; bueno, recibí  el ligero codazo y la miré en los ojos, verdes cuando el sol lograba atravesar las hojas de los árboles. Noté una cierta sonrisa que sus labios nunca habían formado en mi presencia. Se avanzó y me besó. Me sorprendió la suavidad de los labios. Fue como si toda su simpatía, todo su amor, llegaría a decir, toda su persona se concentrara en sus labios, en un simple beso. Bueno tan simple no fue, se podría decir que fue complejo en cierta manera, si me permiten la contradicción. En cualquier caso, como se dice en francés cursi, fue ''envoûtant''.
Aquel beso me arrancó el aliento; no porque fuese bestial, o desenfrenado por la pasión, sino porque nunca tuve la ocasión de vivirlo en mi juventud; me dejó feliz pero sin habla, como si hubiese nacido una segunda vez, no sabía qué decir, todo era nuevo para mí a partir de ese momento.
Esa noche cuando posé mi cabeza sobre la almohada no me hizo ninguna pregunta a si misma como hacía todas las noches, monótonamente, antes de dormir. Aunque les suene raro, quedé felizmente vacío.
El hombre que presidía la reunión se levantó y concluyó:
-En efecto, podremos comprobar que la inversión del capital en esta empresa será arriesgada; debo añadir, si fuera por mi persona lo enterraría de inmediato en mi jardín, aún sabiendo que con parsimonia la inflación creciente vaya carcomiendo el capital enterrado. 

T.B.R

Miércoles 15/06/2011, eclipse lunar.

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